La historia como audio libro aquí.
Viajeros.
Con mi mujer hemos recorrido gran parte de nuestro extenso país, teniendo especial preferencia por el noroeste (NOA) y la Cordillera de los Andes. En uno de nuestros viajes, enero de 2010, recorriendo la RN51 en la Provincia de Salta rumbo oeste y en los comienzos de la Puna, paramos en un pequeño puesto denominado Alfarcito. Una pequeña capilla y una obra en construcción como ampliación de un pequeño colegio. Allí y por casualidad, conocimos a un hombre extraordinario, el Padre Sigfrido Moroder, el Padre Chifri, como lo llaman los lugareños. Un hombre algo más joven que yo, quien se desplazaba en esos momentos con bastones canadienses por haber sufrido una lesión en la columna vertebral tras un accidente sufrido con su parapente, quien se prestó a conversar con nosotros y a contarnos sobre la obra que estaba realizando en ese remoto lugar. Se trataba del primer colegio secundario albergue destinado a los adolescentes que viven en puestos y parajes remotos, con el objeto que no deban viajar a las grandes ciudades para tener acceso a la educación secundaria. Tal vez sea difícil entender la importancia de esta obra; para darle contexto, en los cerros del NOA existen puestos y parajes donde sus habitantes crían ovejas, cabras, llamas y vicuñas. Los niños ya de chicos, se convierten en pastores, colaborando con sus familias en arrear el ganado; al llegar la época escolar, deben trasladarse a las grandes ciudades, lo que significa perder contacto con sus familias, pero sobre todo, perder su hábitat para vivir una experiencia generalmente traumática.
Chifri, oriundo de Buenos Aires, formado en las filas del otrora Cardenal Jorge Bergoglio, actual Papa Francisco, hizo sus primeras armas con éste en las villas (asentamientos precarios) cercanas a la ciudad de Buenos Aires, donde se dedicó a estudiar la problemática de los niños que llegaban juntos a sus padres provenientes del interior del país en busca de un mejor futuro. El desarraigo y el fuerte contraste con las grandes ciudades, contaba Chifri, hacía que los niños terminen en ¨malas juntas¨, pierdan el rumbo y caigan en drogas o delincuencia, o ambas cosas. En oportunidad de ser trasladado, eligió la Provincia de Salta y así terminó en Alfarcito.
¨Quiero que los niños reciban la mejor educación¨, nos comentaba y continuó, ¨quiero que sea la mejor educación de Argentina¨. Para llegar a la escuela, los niños deben viajar a lomo de burro 10, 12 horas y hasta un día para atravesar quebradas, ríos, cerros. En la escuela, pasan la semana entera, donde reciben alimentos y todos los cuidados que muchas veces, superan ampliamente lo que conocen en sus precarias casas. La construcción de la escuela, que se inauguró con la primera camada en febrero de 2010, fue realizada con materiales del lugar, entre los que se encuentran el adobe, paja, caña y madera de cardón. Los vidrios fueron donados por una empresa multinacional de telecomunicaciones ya que por un error de cálculo, les resultaron inadecuados para un edificio que estaban construyendo; el acceso al agua lo pudieron materializar gracias a una donación de la empresa Coca Cola.
Los profesionales que trabajaron en la obra, son arquitectos e ingenieros amigos de la infancia de Chifri, todos ad-honorem. Las paredes de la escuela son dobles con un pulmón interno para conservar la temperatura; los techos de las habitaciones y aulas son más bajos que lo normal; se adaptó un sistema de muros negros detrás de las ventanas de vidrio para absorber la radiación solar que se encuentra presente todos los días del año y así poder soportar las bajas temperaturas que azotan al lugar durante las noches, las que están por debajo de los -10° a -15° centígrados; hablamos de un lugar que se encuentra a 2.800 metros sobre el nivel del mar, Quebrada del Toro, una de las más bellas de Argentina. Con ésta construcción y la presencia de los alumnos, se logran temperaturas cercanas a los 18° dentro de las aulas sin calefacción.
Educación.
Chifri nos contaba que en los recreos, los niños aprenden y juegan ajedrez; aprenden inglés y francés y atienden a los turistas extranjeros que paran a comprar artesanías que confeccionan los lugareños y exhiben en un ¨show room¨ que construyó Chifri para ellos. En un momento de la conversación y mientras nos contaba lo que hacían los chicos, dijo: ¨y si quieren lo religioso, también lo tienen¨. Toda una definición; su preocupación era la educación; la religión un accesorio.
Nos fuimos de Alfarcito con un tsunami en nuestras mentes. Antes de partir le preguntamos cómo podíamos ayudar a la obra; Chifri le dijo a mi mujer que le servirían vídeos para que los chicos puedan conocer el país. Apenas regresamos a casa, mi mujer armó varias clases y se las enviamos por correo. Seis meses más tarde volvimos a visitarlo; el colegio estaba a pleno funcionando y más obras en ejecución; un playón deportivo; la huerta; el galpón para almacenar la papa andina y tantos otros proyectos en marcha. Trabamos una gran amistad con Chifri. A esa altura conocíamos su vida y cómo se había accidentado. Para llegar a los diferentes parajes, inicialmente se movía a lomo de burro; luego comenzó a volar en Parapente porque podía llegar más rápido a esos lugares escondidos entre los cerros. En una oportunidad, un cambio repentino del viento, algo común en zonas de montañas y alturas como esas, Chifri cayó desde 40 metros de altura; salvó su vida de milagro pero sufrió un daño irreversible en su columna vertebral, perdiendo la movilidad de sus miembros inferiores. Los médicos lo condenaron a una silla de ruedas; pero su pasado de deportista y su inquebrantable voluntad, hicieron que pudiera desplazarse con bastones canadienses a fuerza de ejercicios que jamás dejó de hacer regularmente todos los días. Sus amigos de Buenos Aires, le donaron un cuatriciclo y con él seguía recorriendo los parajes perdidos por los cerros.
Recomiendo la lectura del libro DESPUÉS DEL ABISMO; lo escribió para contar su experiencia sobre el accidente y recuperación. La última oportunidad que estuvimos con él, pasamos unas tres horas conversando. Nos contó la historia de un paraje llamado El Rosal, ubicado a unos 15 kilómetros en línea recta desde Alfarcito, pero significan unos 80 kilómetros en vehículo todo terreno por durísimos caminos de ripio y piedra; unas 2 o 3 horas para un experto. Los lugareños de El Rosal le pedían insistentemente la construcción de una pequeña capilla para poder reunirse allí. Fiel a su estilo, Chifri les propuso que si querían una capilla, deberían construirla ellos con materiales del lugar, con su ayuda, claro. Uno de sus asistentes, diseñó una capilla muy sencilla pero con una particularidad: detrás del altar, una gran cruz de vidrio desde la cual se puede ver el pico del Nevado del Acay; uno de los colosos de la zona, que alcanza los 5.750 metros de altura. Realizada ladrillos de adobe y paja, con techos en madera de cardón cubiertos con adobe; los asientos cubiertos con cuero de ovejas y detalles únicos, la convirtió según él, en la capilla más hermosa que hubiera visto en toda su vida; tal fue el impacto, que fue inaugurada por el obispo de la ciudad de Salta. Estar con nuestro ya amigo Chifri, se había convertido en lo más esperado de nuestros viajes.
Lo inesperado.
Desde Buenos Aires nos comunicábamos frecuentemente con Chifri vía email; en una oportunidad, a mediados de 2011, nos contó que había sufrido un nuevo accidente; caminado con los bastones, tropezó con una roca y al caer, se fracturó una pierna en muchas partes debido a lo débil de su médula ósea. Se encontraba en ese momento internado en un hospital de la ciudad de Rosario de Lerma, cabecera del departamento. En noviembre de ese año, sufrió un infarto y falleció. Tenía sólo 46 años. Sabemos que estaba sufriendo muchísimo por no poder volver a Alfarcito tras su accidente, pero una de las cosas que más lo tenían angustiado era que una de sus primeras alumnas egresadas de la secundaria, no recibía el apoyo de su familia para ir a la universidad. Su muerte movilizó a toda la provincia; sus restos descansan bajo el suelo de la capilla de Alfarcito.
El Plan.
Para recuperarnos de la triste noticia, lo primero que pensamos hacer con mi mujer fue ir a conocer El Rosal y la capilla que tanto amaba Chifri. Fue así que en nuestras vacaciones de enero 2012, fuimos nuevamente a Salta con nuestro vehículo, un Alfa Romeo 156, no apto para los caminos de montaña que debíamos recorrer. El último día decidimos alquilar en Salta una Ford EcoEsport para tratar de llegar a El Rosal. El verano es el peor momento para hacer esos caminos, ya que en la Cordillera de los Andes es la época de lluvias. Salimos de la RN51 para tomar el camino que conduce a El Rosal; son unos cuarenta kilómetros durísimos. Luego de hacer los primeros diez kilómetros, el camino estaba cortado por las lluvias recientes. En ese punto se encontraban lugareños realizando trueques; así como lo relato. Con mucha precaución, logré pasar por una hondonada pensando que sólo se trataba de ese obstáculo; continuamos unos tres kilómetros más; cruzamos las vías del Tren a las Nubes y luego un caudaloso y ancho río. A pocos metros, el camino estaba cortado por un derrumbe; volvimos atrás e intenté desplazarme por el costado del río pero pronto llegamos a un punto por el que resultaba imposible pasar. Bajé de la camioneta para revisar el lugar, pero con gran resignación me dispuse a regresar a la camioneta. En ese momento, vi salir entre la vegetación y las rocas a un lugareño que venía empujando su moto; una moto china tipo enduro de baja cilindrada; calculo que era de no más de 125 cc. Sorprendido, le pregunté de dónde venía; dijo que venía de San Bernardo de las Zorras, un paraje cercano a El Rosal y que luego de pasar este corte, el resto del camino se encontraba en buenas condiciones. Volví a la camioneta y le dije a mi mujer; la próxima vez alquilamos una moto. Nuestras vacaciones finalizaban al día siguiente por lo que dejamos la aventura para más adelante.
La moto, el medio para cumplir la misión.
Volvimos a Buenos Aires y comenzamos a planear el viaje para Semana Santa. Pensando en que deberíamos viajar los dos en el mismo vehículo y por razones de seguridad, en primera instancia orienté mi búsqueda para dar con algún servicio que alquilen cuatriciclos en Salta. A poco de buscar información, analizando los largos trayectos, la velocidad de desplazamiento y la autonomía, caí en la cuenta que la solución era volver a lo que había visto que funcionaría: una moto. Reorientada la búsqueda, di con un servicio de alquiler de motos en la ciudad de Salta, Moto Alquiler Salta. La última vez que había estado sobre una moto había sido en el campo de mi primo, allá por fines de los ´70. Nunca fue una opción para mí subir a una moto; siempre pensaba que se viajaba mejor en auto y de hecho, se viaja ¨mejor¨. Además, no contaba con licencia. Al comunicarme con Carlos, fui al grano y le conté con total honestidad lo que necesitábamos hacer; mi falta de experiencia y licencia. Respecto a la licencia, me comentó que no habría mayores inconvenientes para el recorrido que queríamos hacer. En relación a mi inexperiencia, confió en que podría hacer el viaje; sinceramente no tengo manera de saber por qué.
Finalmente elegimos el fin de semana extra largo, feriado puente del 1 de mayo de 2012. No teníamos ropa adecuada, ni la más mínima idea de lo que estábamos por hacer, pero hacia allá fuimos. Ese primer día, bajamos del avión cerca de las ocho de la mañana; fuimos hacia el hotel. Dejamos la valija, y nos dirigimos a buscar la moto. Carlos, el dueño del servicio, me sugirió que diera una vuelta a la manzana antes que subamos los dos. Sinceramente me sentí bastante raro y algo temeroso en los primero metros. Al completar la vuelta, subí a mi mujer y partimos. Una hora después, estábamos transitando la RN51 en una Yamaha XTZ250 rodeados de cerros, en un día frío pero totalmente soleado.
De a poco iba conociendo los movimientos que hacían más fácil encarar las interminables curvas que tiene la ruta; el viento era intenso. Recuerdo que una ráfaga que superaba fácilmente los 60 km/h, me tomó de costado en plena curva y casi me saca del asfalto. Llegamos al desvío y tomamos el camino de ripio. A solo cien metros del la ruta, debimos cruzar el primer vado; pude tomarlo por el costado y no nos mojamos tanto. El ripio no me trajo mayores dificultades, aunque recuerdo en un cruce de vías del Tren a las Nubes, tuvimos un pequeño derrape ya que las vías cruzaban en forma oblicua el camino. Al llegar al cruce más complicado del río, éste venía con mucho caudal, creando un escalón de unos 40 centímetros que hacían muy difícil la entrada y la salida del mismo, sumando a la vez que el lecho del río era de canto rodado de gran tamaño, por lo que consideré que no podría cruzar con mi mujer como acompañante. Mientras buscaba opciones río arriba o rió abajo, mi mujer sugirió que crucemos por las vías del puente del ferrocarril. Volvimos hacia atrás y allí encontramos huellas de autos que claramente estaban pasando por allí para cruzar el río. Con mucha precaución, encaramos el cruce; la altura del puente era para asustar a cualquier peatón y ahí estábamos, cruzándolo en una moto en la que llevábamos un bidón con gasolina extra, una botella de agua y la mochila con la cámara fotográfica de mi mujer . Vencido el obstáculo, retomamos el camino; el sol y el cielo azul iluminaban los cerros multicolores de la quebrada; hacía 5 horas que habíamos bajado de un avión proveniente de Buenos Aires. Mientras el camino se iba poniendo más rocoso, no salía del éxtasis de estar en semejante aventura. La temperatura era agradable gracias al sol, pero el aire se notaba muy frío, teniendo en cuenta que ya estábamos a 3.000 metros sobre el nivel del mar. En un momento, veo salir un camino a la derecha y una pequeña flecha que señalaba El Rosal. Tomamos ese camino; era más rocoso, por lo que mis brazos sentían el esfuerzo de llevar la moto. Nada importaba; ya podía ver el pico nevado del otro coloso, el Nevado de Chañi, 5.896 metros de altura. Transitábamos por una quebrada y pronto se comenzó a notar un valle a la izquierda, demarcado por un muro de pirca y a lo lejos noté una construcción; mientras nos acercábamos, entendí que se trataba de la Capilla de El Rosal, nuestro destino.
Fue un momento de profunda emoción o mejor dicho, de una catarata de emociones; el esfuerzo, la aventura, la belleza del paisaje y la emoción de la llegada se mezclaron con la ausencia de nuestro amigo.
Algo ocurrió que cortó con ese nudo que tenía en la garganta. Allí, en el medio de la nada, habían dos jóvenes ciclistas que habían llegado con su mountain bike´s; insólito!. Más insólito aún, estaban apoyadas sus bicicletas en la puerta principal de la capilla y ellos, sentados allí sin ningún ánimo de dejar el lugar y solo se limitaron a devolver sin mucho entusiasmo el saludo que ofrecí; se notaba la falta de interés por establecer cualquier relación más que compartir involuntariamente el oxígeno del aire. Tal vez ellos pensaron lo mismo; ¿justo llegan dos personas en moto?; sinceramente tampoco pareció que les interesara nuestra presencia; estaban en su mundo.
Aprovechamos el momento para comer algo que habíamos comprado en una estación de servicio y reponernos un poco del viaje; unos 160 kilómetros, de los cuales 50 fueron fuera de ruta. El asiento de la XTZ no es apto para acompañante; no sé como aguantó mi mujer.
Luego de casi una hora de estar allí tomando fotos y admirando el paisaje, decidí que era hora de poner las cosas en su lugar y amablemente pedirles a los ciclistas que nos permitieran tomar una foto de la capilla sin sus bike´s y sobre todo sin su poca amistosa presencia. No reaccionaron muy bien; se tomaron su tiempo para prepararse y continuar su camino. No saludaron; solo se retiraron. Ahora que lo escribo, debo decir que fue una experiencia desagradable y poco entendible.
Finalmente nos acercamos a la capilla y luego de quitar un alambre que mantenía la puerta cerrada, pudimos ingresar. El silencio y la vista hacia el Acay por medio de la cruz de vidrio, trajo nuevamente la fuerte emoción y me invadió una gran tristeza por la ausencia de nuestro amigo. Lloré. Luego elevé algunas oraciones y agradecí por haber llegado allí. No soy un ferviente católico, pero en ese momento sentí que debía conectar de alguna manera con Dios.
Llegó el momento del regreso. Eran ya las 16:40 horas. El sol se ponía detrás de los cerros aunque había buena luz; sabía que nos quedaba un duro regreso pero no pensaba demasiado en eso. Montamos la moto y emprendimos el camino. Al llegar al desvío y notando que tendríamos luz solar por más tiempo, intentamos llegar al otro paraje, San Bernardo de las Zorras. Llegamos hasta la entrada al paraje pero para ingresar debíamos cruzar el caudaloso río Toro; aunque mucho más estrecho allí, el caudal, las rocas del lecho y los cortes profundos, hicieron que decida que no valía la pena el riesgo y mucho menos, terminar mojados con agua helada o peor aún, lastimados.
Encaramos el regreso hacia Salta; volvimos a cruzar por el puente del Tren a las Nubes, aunque esta vez fue más complicado ya que por la tarde el viento sopla muy fuerte por la quebrada que hace las veces de un gran tubo.
Al llagar al asfalto de la pintoresca RN51, el viento estaba a nuestro favor. Observé el marcador de combustible que ya entraba en reserva. Hice el repostaje y continuamos viaje hacia la Ciudad de Salta. En pocos minutos comenzó a oscurecer y el cielo empezó a cerrarse con nubarrones negros. A unos 30 kilómetros de la ciudad y en la oscuridad del fin de la tarde, comenzó a llover. Nuestra vestimenta constaba de un pantalón de jean con un calzón térmico debajo y una campera de ski. El frío era insoportable; el dolor en mis brazos y los dedos de las manos congelados, hicieron que pensara que ya no estaba en condiciones de hacer ninguna maniobra que no fuera llevar la moto en línea recta. Me encontraba totalmente rígido; presionar la maneta del embrague para pasar los cambios frenar, era realmente una tortura. Así llegamos al hotel. La aventura había concluido. La misión estaba cumplida. La moto también había cumplido su misión; llevarnos y traernos de regreso; pero en ese momento era solo eso, un aparato para cumplir un objetivo.
Luego de darnos una ducha con agua bien caliente; ya repuestos, fuimos a cenar a una peña cercana. Allí conversamos sobre lo vivido, pero no hicimos ningún plan para los dos días que quedaban; estábamos plenos y felices.
Ya que estamos, sigamos
A la mañana siguiente debíamos devolver la moto. El día se presentó con un increíble cielo azul sin una sola nube, frio y seco. Los dolores en mi cuerpo ya no eran tan intensos. Le pregunté a mi mujer cómo se sentía y dijo que estar bien. Llamé a Carlos y le pregunté si me podía quedar con la moto hasta el día siguiente; no tuvo problemas; llamé a La Casa de Campo Finca La Paya, cercana a la ciudad de Cachi, distante a unos 170 kilómetros de Salta para averiguar si tenían lugar; ya habíamos estado en dos oportunidades allí, un verdadero paraíso en medio de los cerros. Confirmado el lugar, montamos nuevamente la moto y partimos. La idea era visitar los alrededores de Cachi donde se encuentran los campos de secado de pimientos, un espectáculo para la vista que solo puede observarse a fines de abril y principio de mayo.
Para llegar a Cachi desde Salta, se debe atravesar la pintoresca Cuesta del Obispo, tomando la RP33 en la localidad de El Carril. Los primeros cuarenta kilómetros de la RP33 son de asfalto; los cerros allí son de una exuberante vegetación, la que se va perdiendo a medida de avanzar hacia el oeste, transición entre el ambiente de yungas a la aridez. Al pie de la Cuesta del Obispo, comienza el camino de ripio; el camino tiene curvas de 180° típicas de las cuestas. La altura máxima alcanzada es de unos 3.400 metros sobre el nivel del mar en el lugar llamado Piedra del Molino y Capilla San Francisco. A medida que íbamos subiendo, el tiempo se puso muy húmedo y la espesa nubosidad tapó completamente el cielo. La visibilidad fue disminuyendo a medida que ascendíamos, llegando a ver solo unos 10 metros delante de nosotros. Era nuestra primera experiencia en hacer ese camino en moto, pero ya lo habíamos transitado varias veces en auto en otras oportunidades por lo que sabía qué nos esperaba por delante. Sentimos mucho frío y la humedad calaba los huesos. Al llegar a la cumbre, la nubosidad quedó debajo nuestro; el cielo de un azul único junto con el radiante sol resultaron el premio al difícil trayecto que dejábamos detrás.
Luego de pasar la Piedra del Molino y ya en asfalto, el camino se transforma en interminables rectas. Por primera vez desde el día anterior íbamos a transitar una recta larga, por lo que proveché para acelerar la moto y llevarla a 100 kilómetros por hora y algo más. La temperatura del aire a esa altura era realmente helada. A pocos minutos, mi mujer comenzó a golpear insistentemente mi hombro. Detuve la marcha al costado de la ruta. mi mujer se encontraba tiritando. Bajó de la moto y comenzó a caminar por la banquina a paso redoblado y con el casco colocado. Calculo que caminó unos 100 metros y luego regresó. Tenía el visor del casco empañado y casi congelado. Detrás se veía la nube que acabábamos de pasar. El paisaje, aunque ya conocido, se veía muy diferente; es que viajando en automóviles no se ve del mismo modo que desde una moto.
Reanudamos la marcha, pero ahora a menor velocidad. A poco más de diez kilómetros comienza el descenso hacia los Valles Calchaquíes; el camino se torna sinuoso; el camino va entre los cerros y en bajada; el calor del sol y el aire un poco más cálido, transforman la experiencia en algo indescriptiblemente bello. De pronto una recta y una curva de casi 90 grados, de amplio radio, nos colocó en la mítica Recta del Tin Tin dentro del Parque Nacional Los Cardones; son unos doce kilómetros con un parador de descanso en medio. Allí paramos a tomar algunas fotos y disfrutar del sol y la agradable temperatura ya pasado el medio día.
Continuamos viaje; al finalizar la recta del Tin Tin, comienza un nuevo descenso también sinuoso y a pocos kilómetros ya se observa el Valle Calchaquí y de fondo el impresionante Nevado de Cachi, parte de la Cordillera de los Andes, conformado por nueve cumbres, siendo la más alta la Cumbre del Libertador General San Martín con 6.380 metros del altura, la más alta de la región norte de los Andes. Y nosotros en moto.
Ya entrando al valle nos encontramos en el cruce con la mítica Ruta Nacional Cuarenta, (RN40) con la RP33 en el pueblo de Payogasta. La RN40 es la más larga de la República Argentina con sus 5.194 kilómetros, uniendo Cabo Vírgenes en la Provincia de Santa Cruz bien al sur del país, con la ciudad de La Quiaca en el límite norte con la República de Bolivia, siempre al pié de la Cordillera de los Andes.
Entrar a Payogasta por la RN40 es poner en juego muchas emociones. En los primeros cien metros, la ruta se transforma en una pequeña calle angosta surcada por casas bajas blancas; al frente la vista del Nevado y a sus pies, el Valle Calchaquí. Solo cien metros y una curva a noventa grados para apuntar hacia el sur. Una capilla, la plaza, la municipalidad, un comedor, un caserío, un almacén, un pequeño restaurante para viajeros, el caserío y no mucho más. Allí almorzamos unas típicas empanadas salteñas con una gaseosa.
Continuamos camino hacia Cachi. El camino es sinuoso; al oeste se observa el valle y el río Calchaquí que apenas se deja ver. Ya conocíamos este lugar pero todo se ve diferente desde una moto. La temperatura ya se torna calurosa aunque estamos entrando al último mes del otoño.
Cachi
La llegada a Cachi es un espectáculo aparte. Aquí también la RN40 hace una curva a noventa grados para apuntar directo al oeste con el Nevado de Cachi al fondo. Previo al ingreso al pueblo, el puente sobre el Río Calchaquí. Es un pueblo colonial que parece detenido en el tiempo. Los muros de las casas y comercios son blancos, todos blancos.
Solo rompe el silencio el motor de la moto; todo aquí parece moverse despacio y en forma silenciosa. A 200 metros del puente está la plaza, la capilla, curiosamente pintada color amarillo suave y el museo con sus interminables arcos ovales y su galería, todo en blanco. Pero no nos detenemos; hacemos unas cuadras y viramos a la derecha para cruzar el Río Cachi y tomar el camino que nos conducirá a la zona agrícola donde se producen los pimientos. Es un recorrido de unos veinte kilómetros por caminos de ripio y piedra que serpentean por la base de los cerros bajos; éste valle tiene forma alargada, se extiende de este a oeste y el camino circunda toda la extensión, formando una especie de óvalo irregular que encierra en el medio un fértil valle atravesado por el río Cachi. La altura del camino permite tener una visión panorámica de todo el valle desde cualquier punto en se pueden apreciar grandes manchones rojos: los campos de secado de pimientos.
Click.
Hicimos muchas paradas; mientras mi mujer buscaba la foto perfecta, yo miraba la moto. ¿Dónde estoy? me preguntaba a cada momento. Hace menos de treinta horas estaba tomando un avión en Buenos Aires, a mil quinientos kilómetros de aquí y ahora estoy montando una motocicleta que nunca vi en mi vida. La reviso, observo las partes del motor, la voy descubriendo; observo los neumáticos, las llantas. Hasta aquí, la moto solo era un aparato mecánico que habíamos utilizado para cumplir una misión. Pero ahora, con más calma y en medio de un paisaje paradisíaco, estaba empezando a descubrirla, sin darme cuenta, a quererla. Claro que es un objeto y se supone que uno no tiene sentimientos por los objetos. Pero algo estaba pasando. Estaba empezando a sentir algo muy diferente, algo que no había experimentado nunca.
Continuamos el paseo; ya cuando apuntamos nuevamente hacia el pueblo, decidimos hacer un vídeo dejando una cámara colplix apoyada en una roca, para grabarnos pasando montados en la moto.
Cargamos combustible en Cachi y partimos hacia La Paya; a diez kilómetros al sur de Cachi por la RN40, tramo sinuoso y de ripio, para luego tomar un camino de piedra de tres kilómetros hacia el oeste; allí, cruzando el Río, se encuentra el sitio Arqueológico La Paya que ya hemos recorrido en otros viajes; ésta vez solo lo veremos de lejos, es tarde y queremos llegar a la casa de campo. Allí nos esperaba Virginia con la amabilidad y calidez de siempre; la mejor comida de los Valles y un vino casero de la finca elaborado por su padre, un vino de gran cuerpo e intenso como pocos; una verdadera exquisitez. Cenamos y descansamos allí.
A la mañana siguiente, el día se volvió a presentar con el cielo azul y a pleno sol. Así fue en todo el recorrido, incluyendo el descenso de la Cuesta del Obispo y a hasta llegar a la ciudad de Salta; previa parada en el pueblo La Merced para almorzar unas empanadas y una gaseosa. Durante el almuerzo le sugerí a mi mujer que podríamos repetir esta experiencia en las próximas vacaciones.
A las 16:00 horas, tomamos el vuelo de regreso a casa. A las 21 horas estábamos en casa. Todavía no podíamos procesar todo lo vivido. No lo sabíamos, pero habíamos sido infectados por un virus, el más sano del mundo. Nos habíamos convertido en motoviajeros.