Viajeros, Temporada 1, Capítulo 4

Capítulo 4, La moto, el medio para cumplir la misión.

Volvimos a Buenos Aires y comenzamos a planear el viaje para Semana Santa. Pensando en que deberíamos viajar los dos en el mismo vehículo y por razones de seguridad, en primera instancia orienté mi búsqueda para dar con algún servicio que alquilen cuatriciclos en Salta. A poco de buscar información, analizando los largos trayectos, la velocidad de desplazamiento y la autonomía, caí en la cuenta que la solución era volver a lo que había visto que funcionaría: una moto. Reorientada la búsqueda, di con un servicio de alquiler de motos en la ciudad de Salta, Moto Alquiler Salta. La última vez que había estado sobre una moto había sido en el campo de mi primo, allá por fines de los ´70. Nunca fue una opción para mí subir a una moto; siempre pensaba que se viajaba mejor en auto y de hecho, se viaja ¨mejor¨. Además, no contaba con licencia. Al comunicarme con Carlos, fui al grano y le conté con total honestidad lo que necesitábamos hacer; mi falta de experiencia y licencia. Respecto a la licencia, me comentó que no habría mayores inconvenientes para el recorrido que queríamos hacer. En relación a mi inexperiencia, confió en que podría hacer el viaje; sinceramente no tengo manera de saber por qué.

Finalmente elegimos el fin de semana extra largo, feriado puente del 1 de mayo de 2012. No teníamos ropa adecuada, ni la más mínima idea de lo que estábamos por hacer, pero hacia allá fuimos. Ese primer día, bajamos del avión cerca de las ocho de la mañana; fuimos hacia el hotel. Dejamos la valija, y nos dirigimos a buscar la moto. Carlos, el dueño del servicio, me sugirió que diera una vuelta a la manzana antes que subamos los dos. Sinceramente me sentí bastante raro y algo temeroso en los primero metros. Al completar la vuelta, subí a mi mujer y partimos. Una hora después,  estábamos transitando la RN51 en una Yamaha XTZ250 rodeados de cerros, en un día frío pero totalmente soleado.

De a poco iba conociendo los movimientos que hacían más fácil encarar las interminables curvas que tiene la ruta; el viento era intenso. Recuerdo que una ráfaga que superaba fácilmente los 60 km/h, me tomó de costado en plena curva y casi me saca del asfalto. Llegamos al desvío y tomamos el camino de ripio. A solo cien metros del la ruta, debimos cruzar el primer vado; pude tomarlo por el costado y no nos mojamos tanto. El ripio no me trajo mayores dificultades, aunque recuerdo en un cruce de vías del Tren a las Nubes, tuvimos un pequeño derrape ya que las vías cruzaban en forma oblicua el camino. Al llegar al cruce más complicado del río, éste venía con mucho caudal, creando un escalón de unos 40 centímetros que hacían muy difícil la entrada y la salida del mismo, sumando a la vez que el lecho del río era de canto rodado de gran tamaño, por lo que consideré que no podría cruzar con mi mujer como acompañante. Mientras buscaba opciones río arriba o río abajo, mi mujer sugirió que crucemos por las vías del puente del ferrocarril. Volvimos hacia atrás y allí encontramos huellas de autos que claramente estaban pasando por allí para cruzar el río. Con mucha precaución, encaramos el cruce; la altura del puente era para asustar a cualquier peatón y ahí estábamos, cruzándolo en una moto en la que llevábamos un bidón con gasolina extra, una botella de agua y la mochila con la cámara fotográfica de mi mujer . Vencido el obstáculo, retomamos el camino; el sol y el cielo azul iluminaban los cerros multicolores de la quebrada; hacía 5 horas que habíamos bajado de un avión proveniente de Buenos Aires. Mientras el camino se iba poniendo más rocoso, no salía del éxtasis de estar en semejante aventura. La temperatura era agradable gracias al sol, pero el aire se notaba muy frío, teniendo en cuenta que ya estábamos a 3.000 metros sobre el nivel del mar. En un momento, veo salir un camino a la derecha y una pequeña flecha que señalaba El Rosal. Tomamos ese camino; era más rocoso, por lo que mis brazos sentían el esfuerzo de llevar la moto. Nada importaba; ya podía ver el pico nevado del otro coloso, el Nevado de Chañi, 5.896 metros de altura. Transitábamos por una quebrada y pronto se comenzó a notar un valle a la izquierda, demarcado por un muro de pirca y a lo lejos noté una construcción; mientras nos acercábamos, entendí que se trataba de la Capilla de El Rosal, nuestro destino.

Fue un momento de profunda emoción o mejor dicho, de una catarata de emociones; el esfuerzo, la aventura, la belleza del paisaje y la emoción de la llegada se mezclaron con la ausencia de nuestro amigo.

Algo ocurrió que cortó con ese nudo que tenía en la garganta. Allí, en el medio de la nada, habían dos jóvenes ciclistas que habían llegado con su mountain bike´s; insólito!. Más insólito aún, estaban apoyadas sus bicicletas en la puerta principal de la capilla y ellos, sentados allí sin ningún ánimo de dejar el lugar y solo se limitaron a devolver sin mucho entusiasmo el saludo que ofrecí; se notaba la falta de interés por establecer cualquier relación más que compartir involuntariamente el oxígeno del aire. Tal vez ellos pensaron lo mismo; ¿justo llegan dos personas en moto?; sinceramente tampoco pareció que les interesara nuestra presencia; estaban en su mundo.

Aprovechamos el momento para comer algo que habíamos comprado en una estación de servicio y reponernos un poco del viaje; unos 160 kilómetros, de los cuales 50 fueron fuera de ruta. El asiento de la XTZ no es apto para acompañante; no sé como aguantó mi mujer.

Luego de casi una hora de estar allí tomando fotos y admirando el paisaje, decidí que era hora de poner las cosas en su lugar y amablemente pedirles a los ciclistas que nos permitieran tomar una foto de la capilla sin sus bike´s y sobre todo sin su poca amistosa presencia. No reaccionaron muy bien; se tomaron su tiempo para prepararse y continuar su camino. No saludaron; solo se retiraron. Ahora que lo escribo, debo decir que fue una experiencia desagradable y poco entendible.

Finalmente nos acercamos a la capilla y luego de quitar un alambre que mantenía la puerta cerrada, pudimos ingresar. El silencio y la vista hacia el Acay por medio de la cruz de vidrio, trajo nuevamente la fuerte emoción y me invadió una gran tristeza por la ausencia de nuestro amigo. Lloré. Luego elevé algunas oraciones y agradecí por haber llegado allí. No soy un ferviente católico, pero en ese momento sentí que debía conectar de alguna manera con Dios.

Capilla El Rosal y vista al Nevado del Acay.

Llegó el momento del regreso. Eran ya las 16:40 horas. El sol se ponía detrás de los cerros aunque había buena luz; sabía que nos quedaba un duro regreso pero no pensaba demasiado en eso. Montamos la moto y emprendimos el camino. Al llegar al desvío y notando que tendríamos luz solar por más tiempo, intentamos llegar al otro paraje, San Bernardo de las Zorras. Llegamos hasta la entrada al paraje pero para ingresar debíamos cruzar el caudaloso río Toro; aunque mucho más estrecho allí, el caudal, las rocas del lecho y los cortes profundos, hicieron que decida que no valía la pena el riesgo y mucho menos, terminar mojados con agua helada o peor aún, lastimados.

Encaramos el regreso hacia Salta; volvimos a cruzar por el puente del Tren a las Nubes, aunque esta vez fue más complicado ya que por la tarde el viento sopla muy fuerte por la quebrada que hace las veces de un gran tubo.

Al llagar al asfalto de la pintoresca RN51, el viento estaba a nuestro favor. Observé el marcador de combustible que ya entraba en reserva. Hice el repostaje y continuamos viaje hacia la Ciudad de Salta. En pocos minutos comenzó a oscurecer y el cielo empezó a cerrarse con nubarrones negros. A unos 30 kilómetros de la ciudad y en la oscuridad del fin de la tarde, comenzó a llover. Nuestra vestimenta constaba de un pantalón de jean con un calzón térmico debajo y una campera de ski. El frío era insoportable; el dolor en mis brazos y los dedos de las manos congelados, hicieron que pensara que ya no estaba en condiciones de hacer ninguna maniobra que no fuera llevar la moto en línea recta. Me encontraba totalmente rígido; presionar la maneta del embrague para pasar los cambios y frenar, era realmente una tortura. Así llegamos al hotel. La aventura había concluido. La misión estaba cumplida. La moto también había cumplido su misión; llevarnos y traernos de regreso; pero en ese momento era solo eso, un aparato para cumplir un objetivo.

Luego de darnos una ducha con agua bien caliente; ya repuestos, fuimos a cenar a una peña cercana. Allí conversamos sobre lo vivido, pero no hicimos ningún plan para los dos días que quedaban; estábamos plenos y felices.

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