Capítulo 5, Los Secretos de Humahuaca.
No para de llover; el mal tiempo durará varios días. A ésta altura se suponía que deberíamos estar volviendo de nuestro recorrido por Valle Colorado y San Francisco para internarnos luego en la Puna. Nos queda un día para lo que sería el plan original que trazamos en casa.
El dueño del hotel nos da una importante información. Sin saberlo, habíamos pasado en nuestro frustrado viaje a Calilegua, por el ingreso al mirador del cerro de los catorce colores, El Hornocal. En aquella época no era un lugar muy difundido. Humahuaca era la plaza, el reloj del edificio municipal donde todos los días, impuntualmente sale el Santo San Ignacio del Loyola a dar la bendición y el monumento a los Héroes de la Independencia.
Sin dudarlo, montamos la moto y partimos. Nos acompañaba una leve llovizna que iba cediendo a medida que avanzábamos hacia el este por la RP73. Eran unos veinticinco kilómetros hasta el mirador, aunque ya sabíamos que nos llevará más de hora y media para llegar. No había apuro; teníamos todo el día por delante.
Luego de hacer algo más de diez kilómetros, un cruce con un desvío a la derecha; un camino precario que conduce al paraje Ocumazo. A la izquierda, un cementerio. Unos kilómetros más adelante, nuevamente pasamos por Pukará, el lugar donde se me había caído la moto. Decidimos entrar a Pukará para hacer algunas fotos. Luego continuamos viaje rumbo al Hornocal. Ingresamos a la trepada; el camino es de cornisa con muchas rocas y las típicas curvas a 180°. En ese momento se encontraba más despejado; desde allí se podía observar el valle desde donde veníamos, una belleza.
Al llegar a la parte alta de la cuesta, una gran apacheta indicaba el ingreso al mirador. Una apacheta es un montículo de piedras que se construye a medida que las personas pasan por ese lugar y dejan una piedra a modo de ofrenda. También se suelen dejar cigarrillos, botellas y restos de comida, como devolución a la Santa Tierra, La Pachamama.
Tomamos el camino a la derecha; era un camino angosto que surcaba la última altura de un cerro sobre su ladera al Este, nuestra mano derecha, y dejaba ver a nuestra izquierda una leve caída interminable hacia un barranco, cubierta de pastizales bajos. Se notaba el corte a modo de acantilado al final. Al frente, el majestuoso Cerro de los Catorce Colores, el Hornocal.
Mientras íbamos avanzando, la nubosidad se abrió un poco. Pronto encontramos un primer balcón como para detenernos y tomar buenas fotos; eso hago; mi mujer se dispuso a bajar, pero le sugiero que sigamos un poco más adelante, pensando encontrar una mejor posición. Continuamos avanzando lentamente hasta llegar a la parte más alta y el fin del camino. En ese lugar, la cumbre del cerro por el que transitamos, hay una especie de planicie circular. A la derecha, una construcción con grandes antenas de todo tipo. Desde allí la vista panorámica e impactante hacia todos los puntos cardinales.

Pero la nubosidad aumentó y cerró nuestra vista al Hornocal. Mi mujer me quería ahorcar. Estábamos a cuatro mil cuatrocientos metros de altura sobre el nivel del mar. El frío se hacía sentir. No era posible quedarnos mucho tiempo allí a la espera que despejara el cielo. Tomamos fotos y retrocedimos un poco en el camino para volver a parar en el primer balcón. Nos detuvimos para tomar más fotos. El espectáculo, a pesar de no contar con la mejor visibilidad, valía la pena. Los múltiples colores, aún con poca luz, resaltaban por su variedad e intensidad.



Comenzamos el descenso. De a poco, la vista hacia el oeste mejoraba junto con la condición climática. Al llegar al desvío a Ocumazo, paramos para hacer fotos en el cementerio. En ese momento, en el extremo norte del mismo, pudimos ver a un grupo de personas en la tumba de un difunto. Estaban en el extremo opuesto a nuestra ubicación. Al momento de intentar tomar fotografías, escuchamos el impacto de una botella que cayó cerca de nosotros; se escuchó el ruido a vidrios rotos. Sinceramente no pudimos determinar si se dirigía hacia nosotros; si se trató de una agresión o que; pero supimos que debíamos retirarnos.
Tomamos el camino a Ocumazo. La primera parte era amigable. A pocos metros comienza un descenso en cuesta. Al frente, un valle y el rojo de los cerros, se mezclaban con intensos verdes de árboles y sembrados. Al llegar al pié de la cuesta, un ancho río, El Rio de Las Varas. Como todo río de la región, no llevaba mucho caudal; el agua se dispersaba entre el suelo rocoso. En la margen contraria a nosotros, arboledas de álamos. Giramos a la derecha siguiendo el camino, para recorrer la margen norte del río. El camino era angosto y precario. A pocos metros encontramos algunas casas de adobe con pequeños corralitos y algunos animales. El camino se puso arenoso y debimos pasar un vado. Nos detuvimos para analizar si era bueno continuar por allí.

Como siempre hacemos, decidimos continuar un poco más para ver cómo seguía el camino. Según mi orientación, estábamos circulando hacia el este, por lo que estábamos correctamente orientados para regresar a Humahuaca.
Tenía presente haber visto los días previos, un cartel al cruzar el Río Grande saliendo de Humahuaca, que indicaba a la derecha, el camino a Ocumazo; todo tenía lógica; calculé que serían unos 10 kilómetros como mucho.

Avanzamos; el camino se transformó en un camino sinuoso que acompañaba la finalización de pequeñas quebraditas por donde escurre el agua que baja de los cerros. La vista hacia nuestra izquierda, es decir, nuestra vista hacia el sur, era realmente impactante. Ahora el cielo se abrió y las nubes se dispersaron. Eran ya las diecisiete horas. Paramos a tomar fotografías. Desde nuestra ubicación, podíamos ver el Hornocal y así entendimos que éste río pasaba al pie del mismo y que era el corte entre el cerro del mirador y el majestuoso Hornocal.
Habíamos descubierto otro tesoro escondido detrás de Humahuaca, Ocumazo. La comunidad es originaria, con costumbres muy arraigadas, razón por la cual, no se han abierto al turismo y de hecho, han habido algunos debates y disputas en este sentido. Ellos prefieren mantener su actividad cultural puertas adentro y así ocurre en la actualidad.
Continuamos viaje; el camino se presentaba cortado por partes; se nota que recientemente había bajado mucha agua de los cerros, borrando en algunos casos, una de las dos huellas por donde pisan los vehículos de cuatro ruedas. A medida que avanzábamos, íbamos encontrando pequeños derrumbes y notando que hacía varios días que no pasaban vehículos por allí. Comencé a preocuparme ya que, además de las dificultades, el camino iba virando hacia el sudoeste, aunque manteniendo la sinuosidad, notaba que nos estábamos alejando de nuestro destino. Pero nunca fue nuestro espíritu retornar sobre nuestros pasos, salvo que existiera un peligro inminente.
La tarde iba cayendo y ya había pasado mucho tiempo y habíamos recorrido más de diez kilómetros; ahora notaba que habíamos vuelto al rumbo oeste, pero seguíamos en la margen del río y nada por delante parecía indicar que llegaríamos por allí a Humahuaca.
De pronto, una combi Ve doble ve venía de frente. Nos detuvimos para que pudiera pasar; era un hippie con su mujer y dos niños; venía de Humahuaca en busca de algún lugar para hacer noche. En ese momento renació la esperanza al saber que llegaríamos a nuestro destino. Le advertí al hombre sobre lo que iba a encontrar más adelante en el camino, para que tenga precaución.
Finalmente, el camino comenzó a virar hacia el noroeste y luego al oeste, por lo que entendí que estábamos en la parte final. En ese punto ya se notaba que estábamos en las afueras de Humahuaca; pequeñas casitas, algunos perros y un camino entre árboles, notoriamente transitado. El camino terminó en una Te y a solo cien metros a la derecha, estaba nuestro hotel; fueron 25 kilómetros. Fin del día. Valió la pena.